jueves, 30 de junio de 2016

Parí al Maestro


No sabía si matarlo o aplaudirlo de pie.


Todos y todas le hicimos pasar un papelón a nuestros viejos.

Deuda que la vida se encargará de cobrar en la venida de la generación siguiente, cuando nuestras hijas e hijos nos coloquen, alguna vez, en la misma situación. No se puede escapar. 

El niño, ve. La niña, sabe. Se sacó la marca y corrió al área. Va para cabecear y la mete redonda. Es contundente. Como si el 9 del equipo contrario hiciera ese gol histórico, tan jodidamente bueno que te dejara en silencio, absorto, sin saber si mandarlo a la mismísima mierda o aplaudirlo de pié el resto de la eternidad.

Los niños y niñas son absolutos expertos en hacer uso espectacular de las situaciones embarazosas, sobre todo si la persona responsable de su cuidado y educación (mamá, por ejemplo) está allí, muy cerca. Todavía más si hay público, bocha de público. Y qué decir si es un evento importante, como el cumpleaños de fulano o la sala de espera del pediatra. 

Y eso es un don, señoras y señores. ¿Vos decís que no? ¡¿Qué hubiera sido de esta existencia sin el ridículo, la duda y la transgresión?! Es que no entienden el favor que nos hacen los niños al romper los protocolos, estúpido invento humano para enfriar los rituales y recortar el margen del error. ¡El error! Fundamental elemento de crecimiento. Los pibes vienen al mundo, primeramente, a no dejarnos ser cobardes. 

Desentrañé la belleza de este don – que no merece tan mala fama, creo yo – cuando me di cuenta que parí al maestro. 

Nicanor es experto. Tendrían que verlo. El valor interpretativo de sus papelones son extraordinarios. No escatima de recursos. Mete saltos, mocos, lagrimas, caras, gestos, sonidos, sabe colocarse en la luz indicada y es implacable a la hora de recitar sus monólogos, siempre crueles, siempre dramáticos. Empieza con un silencio. La cara va armándose de emociones, se empapa de a poco, la vena de la frente se hincha. Tiene momentos, pases, climax. Explota, retrocede, arremete, se vuelve a retirar. Sus finales son siempre inesperados (un efecto tremendamente complicado de producir en alguien como yo, precisamente, que lo traje al mundo). 

Ayer le tocaba el acto escolar, donde nos hacían pasar a "los papis" para ejecutar un ritual que las maestras habían planeado, como símbolo del “traspaso de los valores patrióticos”. Era muy simple. Los niños subían al escenario. Los padres y madres entrabamos con la bandera que se colocaba, luego, en una canasta que se entregaría a los niños y niñas. Luego cada familiar le colocaba una escarapela a cada niño, correspondientemente, mientras las maestras entonaban una canción infantil sobre los valores de la Patria. Fin. Tranca, 120. Un plan que falló desde el minuto cero, cuando la fila de infantes se abrió camino por entre el público de una manera muy extraña. 

Avanzaban dos pasos y paraban. Otros dos, y otro alto. 

No me costó nada darme cuenta que Nicanor era quien retardaba la fila. Por ser el más alto, es el último y esto es un poder que un maestro sabe reconocer. El protocolo indica un paso atrás del otro, ininterrumpidamente. El chabon desmoronó todo agregando solo un elemento a la marcha: un alto. Un alto breve, suficiente para evitar el reto de la maestra, quien, comúnmente, encabeza la fila. La pobre avanzaba de espaldas y, al detenerse los niños, amagaba con ir a encauzarlo. Pero Nicanor retomaba la marcha al instante y, con él, toda la fila. La canción que estaba prevista acompañar la entrada de la Sala roja, terminó antes de que ellos llegaran al escenario, naturalmente, debido al imprevisto. Por lo que el último minuto fue en completo y brutal silencio. 

Para mis adentros ya sabía que era una marcada de cancha. Sutil como lo son todas las genialidades. Sin vuelta atrás como lo son las incorruptibles leyes del Universo. Con una simple movida el tipo había hecho dos tiros infalibles: por un lado, poner al mundo adulto en jaque, nervioso, una estocada que nunca buscó matar al adversario, solo hacerlo trastabillar; y, por el otro, la absoluta y total atención de sus pares, quienes vieron en su marcha modificada un elemento divertido y tentador. Se adivinaba en todos esos ojitos bien abiertos, la espera. 

Nicanor subió al escenario y, sin abandonar su ritmo, se colocó en el lugar donde le indicó la maestra de música. Para eso, ya había comenzado a introducir un sonido tenue, molesto, parecido al habla pero con los dientes cerrados. Es un sonido difícil de hacer. A mí no me sale. Si quieren hacer el intento, solo googlen algún monólogo de Shakespeare y traten de recitarlo con la dentadura pegada. Háganlo con la boca tirante hacia abajo y los ojos fruncidos. Traten de que, a falta de entendimiento directo de las palabras, alguien pueda adivinar, de todas maneras, lo que ustedes dicen. Porque yo, te juro, le entendía todo. Osea no, pero sí.

La maestra de sala roja y la de música cruzaron miradas. Sus rostros sonrientes conversaban con los ojos aceleradamente. Vi como la de la sala, con dos movimientos leves de ceja, le dijo a la de música: “Hacé que pare”. La de música, que estaba más cerca del chango, encogió los hombros pero la otra ya no la vio. Ahí nomas empezaron los primeros acordes de la canción de entrada de “los papis” y, en dos pasos, la de música logró tapar a Nicanor parándose adelante con la guitarra. Esto, en la jerga de los berrinches, es la señal para comenzar con la artillería un poco más jugada: los gestos. Sus manos se asomaban por detrás de la maestra con un dramatismo que, claramente, no estaba acompañando la feliz canción de la Patria. Algunas risas se empezaron a escuchar a medida que él más gesticulaba y las maestras confundieron esto con un repentino reconocimiento del público a sus propias actuaciones. Puntualmente, la de la sala naranja empezó a pedir palmas y a sacudir la cabeza con un frenesí espeluznante. Un lapsus que le duró 5 segundos (lo que le lleva al Súper-Yo cazar de la peluca al Ello y devolverlo a su lugar). Este exceso de energía de la colega, hizo que la de música se distrajera y cantara el estribillo final tres veces en vez de dos como está previsto en la pista de audio que acompaña. Y así la canción que estaba en Sol, terminó entonada en un Re raro, parecido al bemol al que nadie llegaba, y poniendo en evidencia que, en verdad, la maestra hacía que tocaba la guitarra. Su cara final se me grabó en la retina. Yo estaba subiendo al escenario con los demás “papis” en el momento exacto en que se quedó sin pista. Ella me miró con la cara desconsolada pero sonriente, siempre sonriente, que yo atiné a contestar con un gesto trillado de consuelo, como diciendo “Tranca, nadie se va a acordar”. Mentí, mala mía.

Con la bandera en la canasta, “los papis” nos acomodamos junto a los niños. Nicanor había tomado el fin de nuestra entrada como el fin de sus gesticulaciones. Ahora era una estatua con cara de culo. Me agarró de la mano, me miró serio. Me avisó. Yo supe que lo mejor estaba por venir, que todos los que estábamos ahí, ese día, esa hora, en ese acto, ni nos imaginábamos el tremendo final que él había digitado en silencio. 

Nos asignaron la escarapela y la tercera pista de audio empezó a correr. Yo me agaché, abrí el alfiler de gacho y, lentamente, con una mirada sostenida con Nicanor, me dispuse a colocársela en el delantal. Como dije antes, sus finales son siempre inesperados y jamás logro adivinarlos. Había pensado que el alfiler en la tela sería el interruptor, por eso trataba dilatar, de hacer goma al tiempo. Pero no. El alfiler entró, pasó y se cerró, y Nicanor solo me hizo una media sonrisa. Era lo que él quería. Quería que fuera la última y algún extraño rol cumpliría esa escarapela en el entramado final de su obra maestra. 

Y, como toda obra maestra, que a veces se nutre de improvistos no calculados en su digitación… la casualidad dio el presente y quemó uno de los foquitos que iluminaban el escenario. Lo juro. Fue el momento que me dio el último empujón mental para indicarme que tenía que escribir sobre ese acto escolar. El absurdo había entrado en escena y le había dado pie al niño, le dio la señal, el camino, lo abaló y le abrió las aguas. El himno nacional dio su primera nota. La intro se iba combinando con el monólogo a dentadura cerrada que Nicanor había retomado. Primero a muy bajo volumen, pero llegado al segundo 30 ya se notaba por encima de los violines. Las maestras retomaron la conversación de miradas y, para el segundo 45, tres se habían agrupado detrás del niño que balbuceaba. “Bueno, Nicanor, escuchamos… hay que quedarse quietito… mira que ahora vamos a cantar”. Optaron por colocar al niño del otro lado del grupo, pegado al parlante, en un intento desafortunado por anular su monólogo. Lo dejaron ahí y volvieron cada una a sus lugares rápidamente, justo para el momento en que comienza la letra. Eso es lo mismo que desmarcar a Messi nada más que porque está trotando. 

En el tiempo que lleva decir “Oíd Mortales”, Nicanor estaba en el centro del escenario y bajo el único foco funcionando. Cuando el himno dictó “el grito sagrado”, como si un hilo invisible se hubiera soltado, la dentadura se despegó. “Nooooooooooooooo quiiiiiiiieeeeeeeerrrroooooo cannnntaaaaaarrrr” gritó, mientras trataba de deshacerse del delantal. Volaron tres botones y se arrancó la escarapela antes de que tres maestras y yo, que habíamos reaccionado un poco tarde, pudiéramos bajarlo del escenario. 

El resultado dramático fue brutal. El escenario pareció vacío y el final del himno se cargó de un especial tinte emotivo. Incluso los aplausos que, comúnmente, acompañan su final, parecieron ser más vivos, más sentidos. 

Al terminar el acto, la maestra de Sala me agarró en el pasillo para darme algún tipo de sermón breve que asentí con la cabeza, pero olvidé al instante. Para Nicanor la función había terminado. No quería cantar y no cantó. Ahora sonreía, correteaba con sus compañeros. 

Un profesional.

Algunos pensaran que soy el peor ejemplo de madre que puede haber en el mundo. Puede ser. De seguro no soy el mejor, está claro. ¡Pero qué más da! Tampoco seamos tan solemnes. Yo disfruto esa incapacidad. No seamos como esos adultos, que en el frenesí organizativo pierden el humor y se frustran mucho con estas situaciones. Como esa maestra de música desconsolada a la que le mentí con un gesto trillado. Flaca, si estás leyendo esto quiero que sepas que aquel infortunio intenta ser, hoy, un relato literario. Como dije antes, el error es una cosa maravillosa y tiene un potencial sumamente poético. Yo te dije con mis ojos que nadie se iba a acordar porque eso te tranquilizaba, pero mentí. Lo que escribo acá es para que eso no se olvide nunca. 

El relato no es poético en sí mismo. Lo poético es el hecho, el deber del relato es impedir que eso se olvide y el mérito del maestro es que, con sus 6 años, nos descuartizó la certeza y me recordó que pisar el palito (o hacer pisar el palito) puede ser un arte y de las cosas más ricas y fascinantes para dar relato.