martes, 18 de octubre de 2016

Cómo dejé de ser hombre, y volví a serlo, en 24 horas




Voy a contarles la historia de cómo dejé de ser hombre, y volví a serlo, en veinticuatro horas. 
Es una historia donde actué de acosador, aun sin haber aceptado el papel previamente. Viví a través de los ojos de otro, pero nunca dejé de ser yo. Me transformé en uno de esos insultos que intentan poseer algo que no se puede poseer. Fui de esos que quieren interpretar un si en todos los no, que confunden queja y disfrute, o goce y violación. 
Eso sentí ser. Así dejé de ser hombre por un día. Así entendí de verdad.


Estaba en la parada de colectivo aguardando por la nave, y en el muelle de la espera me encontré con un profesor que me había estado ayudando con la tesis. Él venia del hospital, yo del trabajo. Me contó sobre una lesión, creo que en el ojo o algo así. Al instante llegó el colectivo y ambos nos subimos al mismo. Él primero, claro. La educación siempre a flor de piel.
El 553 venía lleno como de costumbre. La parada al frente del Hospital Privado de la Comunidad era un punto crítico, y mi falta de apuro por arribar, o tal vez esa necesidad de ceder el paso a cualquiera, hacían imposible que tuviera la más mínima posibilidad de ubicar una butaca vacía. Esta vez, al menos, el ir parado se acompañaba con una charla que hacía más ameno el viaje. Y desde entre todas las caras, la vi.
Sus ojos me perforaron como un arma letal. Entre azules y verdes me miraron así como yo los miraba. Era ella. Rubia, hermosa, con una boca bien roja y pintada, vestida para ir a trabajar. Me enamoré. Sentí como me traspasaba el cráneo con su intensidad. Imaginé en un instante el gusto de sus labios y mil cosas más.
Al momento siguiente todo lo que venía contándome mi profesor, de las máquinas envasadoras y los puentes grúa, poco importaba, pues mi completa y absoluta atención estaba puesta en esa muchacha que parecía sacada de una película. Y lo curioso no era solo haber encontrado semejante mujer arriba del colectivo; no hay nada raro en cruzarse con todo tipo de personas por la calle. Lo interesante era que nunca corrió sus ojos de mí. Me clavó la vista y no me la apartó, cosa que me resultó extraña y desafiante. “¿Le gusté?”.

¿Por qué me seguía mirando? ¿Qué hay que hacer en una situación así, cuando quien te sale al cruce de miradas no cede como cede todo el mundo? Más de una vez se han impacientado con mi forma de observar. Intento ser perspicaz, agudo. Trato de que no se me escape ningún detalle. Y miro, fijo y altanero, a los ojos de quien deseo mirar. Esta vez era como una batalla por ver quien lograba impacientar al otro. ¿O le había gustado de verdad?
Empecé a temer, entonces, que el amor de mi vida fuera a bajarse pronto, y no me diera tiempo a reaccionar o idear algún plan para, al menos, sacar un número telefónico. No sería la primera vez que me la diera de geta con una mujer, aunque el acto kamikaze es menos terrible si uno es consciente y de antemano sabe cual es la respuesta más probable, ese “no” rotundo al que casi todos estamos acostumbrados. En realidad creía saberlo, pues luego la situación se fue de control.
Dicho y hecho, a pocas cuadras de que mis sospechas comenzaran a alimentar las cavilaciones, ella, que aún hasta el final de su recorrido no abandonó el campo de batalla de las miradas, se paró para descender del vehículo. “¿Le gusté? ¿A esa hermosura le gusté?”.
Y se bajó. A mí me quedaban mil cuadras y la eternidad de mi viaje viró. Ahora cada metro que avanzara el colectivo era un abismo que me alejaba a esa pequeña posibilidad de conocer a la mujer más sensual que recordaba haber visto en lo efímero de la vida, y en un arranque delirante me bajé en la parada siguiente, volviendo sobre la marcha y buscando a donde había ido la perfección. De hecho la encontré, esperando entrar a un edificio. Y a partir de ahí, dejé de ser hombre.

Cuando me acerqué la piba rápidamente cambió sus expresiones. Yo venía sonriente. Nervioso, si claro, pero sereno y confiado. ¿Qué tenía de raro? Todos me conocen, saben quién soy y que clase de persona aspiro ser, no así esa chica, cuyo rostro se deformó rápidamente, teñido de una especie de miedo y pavor. Era de esperarse. Un pibe de mis características se le estaba acercando, el pibe del bondi, sin ninguna pausa ni duda. 
Su reacción instantánea me bloqueó. Imagínense lo que fue para mí entender, en cuestión de milisegundos, qué estaba ocurriendo, o en realidad no entender nada, una vez habiéndome presentado como una amenaza para ella. Ante su expresión de extrañeza no supe qué hacer, ni qué decir. ¿Como explicarle lo que pretendía, como expresar lo que expreso ahora en este texto, tranquilo y pausado, eligiendo las palabras, madurando la situación, sin que pareciera un acoso callejero?. El bloqueo mental (todo ocurre en un instante) fue tan grande, que mis palabras fueron torpes, mi pedido inconexo, y fui derecho al tacho. Dije chau, sin ninguna explicación, y me retiré, completamente odiado conmigo mismo y con la situación. ¿Qué había hecho?

El resto del día no hice más que martirizarme por la acción que había realizado. Me había convertido en eso que siempre critico, en eso que aborrezco. Machismo, acoso, violencia. Sentía que había encarnado todo eso en un solo atropello. Solo a una persona le conté la situación, quien trató, en su mejor esfuerzo, de meterme la cabeza en una cubeta con agua bien fría. No pudo. Nadie podía. Me fui a dormir odiado con mi mismo y mi estupidez.

Resulta que al otro día no había cambiado mucho mi mal humor. Fui a trabajar, y luego para despejar decidí ir caminando desde donde cumplo parte de mi trabajo hacía donde cumplo otra parte de mi trabajo. Y casualmente, tal vez sin quererlo o tal vez por una jugada maestra del inconsciente, volví a pasar por la esquina en donde había tenido el encuentro fatídico del día anterior. Reconocí la puerta, el edificio. Y se me ocurrió una brillante idea: Dejar una nota pidiendo disculpas.
Compré cinta adhesiva, redacté un sincericidio. La carta no tenía nombres. 
Respiré, un poco más aliviado.
Llegué a la oficina, hice mis quehaceres. Una mañana normal.

Al momento de retirarnos, un compañero del trabajo me propuso que camináramos juntos unas cuadras para que luego él tomara su camino y yo siguiera el propio. Y así fue. Nos acompañamos hasta Peña y Córdoba, y luego nos dividimos para que otra vez me encontrase en el mismo camino, cerca de la escena del crimen. Si bien ya había hecho el descargo conmigo mismo y con el perdón, sentí la necesidad de ir a chequear la nota o lo que fuera.
Empecé a caminar hacia donde había estado horas antes para ver qué había ocurrido con el papel, si seguía ahí pegado o si se había volado. Y en ese trayecto, fumando un cigarrillo sentada en la entrada, me la encontré a ella.

“Que suerte la mía”, pensé, pues el azar me daba una oportunidad para redimirme personalmente.

Me senté a su lado, le sonreí, nos saludamos. Le dije “che… perdoname”, así, con acento en la a, bien argento.
Le expliqué mi fantasía, todo lo que había ocurrido desde que había creído que la conexión existía. Pero no, no existía ¿cómo iba a existir? Ella era hermosa, yo soy un fiasco.

- Te miraba porque vos me mirabas - dijo, con crudeza.

Le pedí si tenía un pucho y me convidó. Charlamos un rato, hasta la hice sonreír un par de veces.

- Ahora comprendo - le comenté - ¿Esto te pasa seguido, no?

- Justo el día anterior un viejo se me abalanzó encima en la calle. No supe que hacer. Fue una situación horrible. Me pasa seguido. A todas nos pasa.

Lo entendí todo. Pajeros, machos, imbéciles, lagartijas patéticas. Faltos de todo y en falta con todos y especialmente, en falta con ellas las mujeres. Cuanto había aprendido en tan poco tiempo.

Confesé: 
- Ahora entiendo de qué se trata. Siempre he militado por el feminismo y la igualdad de género. Por un mundo más justo, más limpio, sin este patriarcado asesino. Voy a las marchas, expreso y digo lo que siento sobre el tema en cuanto tengo una oportunidad o un espacio. Defiendo al movimiento. Me considero un feminista. Sin embargo, es la primera vez que encarno una situación tal en donde yo soy la amenaza y el acosador. Jamás me había sentido tan mal al ver la reacción de una persona por mi atropello. Fue la empatía, al comprender lo que estabas viendo del otro lado en ese pequeño instante, lo que me hizo reaccionar y me bloqueó. Es como si yo hubiese sido también víctima. Te vuelvo a pedir disculpas. Te había dejado una nota pegada en la puerta...

No me creía. La nota nunca había llegado a su poder. Que suerte que había vuelto a caminar por los alrededores. Ella me insistía en que le dijese lo que le había dejado escrito. Me daba un poco de vergüenza decirlo en vos alta.

- Nada... lo que te acabo de decir. Que lamento mucho el episodio.

- Dale, ¿nada más?

- Nada más.

- No te creo - me dijo desafiante.

- Bueno, en realidad tenés razón, pero me da vergüenza decirlo - le comenté.

Con su mirada inquisidora recriminaba mi acto de cobardía. Así que hice una pausa, y antes de pararme para mi retiro definitivo, aun con el pucho por terminar, le dije: 
- Solo te pedía disculpas por la situación… y también expresaba mi tristeza por el mundo que tenemos, pues hicimos las cosas tan mal que destruimos toda su magia y toda posibilidad de que dos personas puedan conocerse cruzando sus miradas en un colectivo.

En ese instante se cumplían veinticuatro horas desde la primera vez que la había visto.